lunes, 13 de diciembre de 2010

La comida de los animales

En medio de la selva había una mesa de madera muy grande para que todos los comensales pudieran probar los manjares que había preparado la cocinera con tanto esmero toda la mañana.

Había un cerdo que engullía todo lo que se le ponía delante. Lo más desagradable no era ver su boca llena de comida mal masticada, sino su boca llena de palabras e ideas estúpidas. A su lado, una conejita le miraba, le escuchaba y a veces reía sus gracias mientras comía y comía y comía y comía…

–¿En la edad medieval? –decía el cochino– ¿Cómo iban a haber universidades en aquella época? Entonces rezaban y se iban a la guerra, y ya está.

Aquel día se hablaba de la educación, dado que uno de los conejitos blancos de orejas negras había dicho que no quería estudiar. El asno, que estaba sentado a su lado, le había hablado de lo importante que era la educación, poniendo como ejemplo los progresos a lo largo de la historia gracias al estudio. El pobre, ante todo, tenía buenas intenciones.

Primero de todo, el cerdo se ofendió y dijo que el conejito tenía que hacer lo que quisiera, que al fin y al cabo, las personas sobrevivían por el trabajo y los quehaceres del día a día. Acabó eructando estruendosamente para dejar claro que el tema se había terminado, sólo quedaba comer.

Entonces la cocinera, viendo que el silencio empezaba a reinar en la mesa y que la comida se acababa demasiado rápido, empezó a sacar temas banales para animar al cerdo, el único que podía animar la comida, aunque fuera con estúpidos comentarios. Se criticó el rey de la selva, los humanos (usurpadores irrespetables), las flores que todavía no habían nacido en la primavera…

Pero quien realmente animó la fiesta fueron los monos. Bailaron encima y debajo de la mesa, gritando, cantando y robando las sonrisas de algunos invitados, aunque sus labios estuvieran sucios y llenos de comida. Pero también supieron sacar el enfado, cuando prácticamente todos los miembros de la mesa acabaron por gritarles y abuchearles.

Y la comida llegó a su final, con toda la mesa llena de restos de comida. Pero no nos olvidemos de la serpiente. Había estado allí toda la comida, aunque prácticamente nadie se haya dado cuenta, calculando y pensando dentro de su estupidez cómo comer más sin que nadie se diera cuenta. La solución era muy sencilla: enrollándose alrededor de todos los asistentes, casi inmovilizándolos, para atacar en un momento dado. Lo haría con una sonrisa en la cara y riendo muy fuerte, casi gritando, sobre todo gritando.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Alicia (Parte IV)

Pobre Alicia. Sentía como si se hubiera acabado el mundo, que las flores le daban la espalda, que no quedaba más luz y todo se oscurecía, que tenía ganas de llorar. Su pelo rubio se tiñó del color de la sangre del niño y se acercó rápidamente a coger la bici para quedarse ciega y no ver nada.

Le temblaba el cuerpo, no podía gritar, estaba paralizada. Entonces se estiró en el suelo, intentó sentir algo, que las plantas le avisaran, le ayudaran, le salvaran. Cogió una pequeña flor y la apretó con sus manos, pero no latía, no la sentía. Se levantó, se puso bien la ropa y llegó a la conclusión de que estaba realmente desesperada. Nunca había tenido la piel tan sucia y la ropa tan limpia.

Alex tenía el pecho completamente abierto, la piel estaba separada en dos y se veía el corazón en medio que se esforzaba por continuar latiendo. Las manos estaban encima del charco de sangre, se ensuciaban y se bañaban, volviéndose de color rojo. La ropa no podía estar más sucia, estaba mojada, manchada y rota.

La niña, inmovilizada, reaccionó de golpe. A lo mejor había escuchado una voz, a lo mejor el viento removió su pelo, o puede que los ojos se abrieran y se secaran, intentando acabar ya con su tristeza.

Sí, sabía lo que tenía que hacer. Se acercó al chico, le miró la cara. Estaba despierto y respiraba a duras penas, su cuerpo se estremecía y temblaba. Tenía los ojos llorosos y la boca abierta, como para coger todo el aire que pudiera.

Al fin, ella se aproximó y le dio el primer beso en los labios.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

SIDA

Sentada en el suelo se miraba las uñas, se las había pintado de color rojo para que conjuntaran con su vestido. Su pelo, más bien pelirrojo, era suave, sedoso, liso y bien cuidado. Se miraba las uñas porque estaba cansada de mirar las paredes blancas, de ver caras y rostros que no conocía.

Se levantó y acarició la pared. Otra vez, ahí estaban los malditos retratos. Arañó la pared como intentando romper las fotografías. Le dio un golpe con el puño, luego con el codo, gritó y lloró, pero no pasó nada.

Se peinó, se puso bien el vestido y se volvió a sentar. Se pasó la tarde entera en el suelo, que ella veía maravillosamente limpio, brillante y reluciente, pero en realidad estaba sucio y destruido.

Pobre mujer, qué fea y sola estaba. Su vestido desgastado había perdido su vida, las uñas estaban mordidas y poco cuidadas, como su pelo, como si no le hubieran pasado un peine en años. Pero ella seguía ahí sentada, más bien estirada, en el féretro viejo que el tiempo y la muerte ensuciaron.