Sentada en el suelo se miraba las uñas, se las había pintado de color rojo para que conjuntaran con su vestido. Su pelo, más bien pelirrojo, era suave, sedoso, liso y bien cuidado. Se miraba las uñas porque estaba cansada de mirar las paredes blancas, de ver caras y rostros que no conocía.
Se levantó y acarició la pared. Otra vez, ahí estaban los malditos retratos. Arañó la pared como intentando romper las fotografías. Le dio un golpe con el puño, luego con el codo, gritó y lloró, pero no pasó nada.
Se peinó, se puso bien el vestido y se volvió a sentar. Se pasó la tarde entera en el suelo, que ella veía maravillosamente limpio, brillante y reluciente, pero en realidad estaba sucio y destruido.
Pobre mujer, qué fea y sola estaba. Su vestido desgastado había perdido su vida, las uñas estaban mordidas y poco cuidadas, como su pelo, como si no le hubieran pasado un peine en años. Pero ella seguía ahí sentada, más bien estirada, en el féretro viejo que el tiempo y la muerte ensuciaron.
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